Toda América vivía una vida de rutinas apegadas a sus respectivas culturas, con sus anchuras y estrecheces, a sus felicidades e infelicidades, a la construcción de una historia basada en su identidad nacional e individual.
La lógica era hacer lo que hacían nuestros ancestros. Lo ilógico era hacer algo distinto. Éramos, aún sin saberlo, americanos, dueños sin saberlo, de América. Con nuestros problemas a cuestas y disfrazados en el carnaval.
Felices sin saberlo.
Jugar a La Minga, las chatas, pelota en la calle, como fondo los cantantes de la vieja ola, Sandro, Julio Iglesias, Nicholas Di Bari, correr y saltar descalzos aún teniendo tenis Campeón y los Siete Vidas, de factura dominicana, los extranjeros Converse, bajos o altos y las melodías inigualables de Aníbal de Peña, Niní Cáffaro, Rhitna Ramírez y las voces noticiosas de Lilin Díaz en Radio Mil Informando, era como quedar entrampado en un tiempo promisorio que no volvería, como la vida misma se encarga de borrar nuestro paso por una época que debería ser indeleble.
Hasta que en los ochentas aparecieron las yipetas, los celulares satelitales, las diatribas por quien tenía más prendas de joyería, los aparatos musicales que se cargaban al hombro. El Nueva York ansiado de la juventud. Cuando se tenía un amigo o novia hoy y mañana ya estaba en La Gran Manzana. Todo se iba encurtiendo hasta que la identidad se iba al desfiladero. La desilusión prolongada por la ausencia superaba los sentimientos.
Con la modernización de la economía popular llegaron las neveras japonesas usadas, las lavadoras chinas de segunda mano, las aberraciones políticas que se aprovecharon de la abundancia de furgones que venían con exenciones impositivas de un Decreto de Salvador Jorge Blanco para que los ciudadanos dominicanos trajeran sus ajuares de regreso a la patria.
Junto a ésa modernización económica y financiera, vino una avalancha descomunal de bandas musicales que se popularizaron, dentro de las cuales venían cantantes de primera y una pléyade inmensa de artistas de todos los géneros que aprovecharon, como era de ser, la bonanza económica de una época que florecía al ruedo de un pasado ensombrecido por lo desconocido: Nacía la era de la preeminencia del narcotráfico.
Quizás esto podría traerme complicaciones que pondrían en juego mi seguridad jurídica, lo cierto es que, de pronto, supondría un peligro eminente para mi seguridad personal. Pero… soy y me considero ser periodista, enquistado en el quehacer periodístico, inalienable, sin el mínimo resquicio de querer expresar mis pensamientos al amparo inefable del espíritu de la Ley 6132 sobre mi determinación libre y transparente de externar mis pensamientos, de 1962, creada a escasos meses de extinguida la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo Molina.
Lo de hoy
Aunque resulta difícil olvidar lo pasado, nuestro escritor (de sus vivencias) Manuel Matos Moquete, en su libro “Dile Adiós a la Época”, enumera positivamente la necesidad de retrotraernos a ésa Era y reeditar una vida de cara la realidad a la que nos enfrentamos en el día a día, sin menoscabo de la esencia de la historia.
Y esa realidad nos desenmascara de manera arbitraria, pero quedamos incólumes: Es urgente buscar una solución, sin titubeos ni palabras rebuscadas, lejos de nuestros tradicionales glosarios de palabras técnicas que usábamos en la juventud, al inmenso peligro que se cierne sobre nuestros hijos y nietos: “hay que buscarle un “bajadero” al problema de la adicción a las drogas y eso supone enfrentar de manera directa, frontal, a los rangos y sus responsabilidades de los miembros de los estamentos de la seguridad nacional.
A mis 63 y tantos meses para cumplir los 64 años de mi edad, ya nada me hace sentir miedo. Mi vida es una, e inalienable.
Esos muchachitos
No siento miedo, siento pena saber que mis pensamientos van en la dirección correcta, pero sobre un camino de espinas: Es difícil decirlo, pero nuestros jóvenes se dirigen indefectiblemente al despeñadero de la historia.
Da pena ver a esos jovencitos que han dejado sus hogares para dedicarse a hacerles el juego a los narcotraficantes, desperdiciar sus pocos años de vida en el “día a día” que los lleva peligrosamente a una etapa.
Esos muchachitos que lanza al aire la sociedad para verlos caer como chichiguas rotas, sin que muchas gentes, muchos padres y madres lo noten, ni les importa, quizás, serán parte de una de dos que pulularán el mundo: Los jóvenes que hoy leen, incluyendo mis líneas, gobernarán a los que no muestran o no tienen la capacidad intelectual y educacional para construir en sus cerebros un estante lleno de libros.
Debemos luchar por reformular la Ley 50-88 sobre Drogas Narcóticas y adecuarla a los nuevos tiempos. La pelota está en la cancha.
Por Carlos Ricardo Fondeur Moronta
El autor es periodista, crítico de cine, residente en Santiago de los Caballeros