En un país muy lejano, vivía una pareja de viejos, casados hace tanto tiempo, que ni siquiera ellos mismos eran capaces de recordar desde cuando estaban unidos.
A pesar del gran paso de los años, existía entre ambos, un amor muy difícil de encontrar en esta época: discutían, charlaban, reían, murmuraban, y eran capaces de desvelarse en algunas noches, pero en lugar de aburrirse, se ponían a recordar cosas jocosas del pasado.
Entre ambos, surgían situaciones muy cómicas, eran muy felices, a pesar de tener temperamentos tan diferentes, él muy serio, ella alegre, alborotada, inquieta, capaz de pasar de la tristeza a la alegría en fracciones de segundos, y de ponerse a cantar durísimo, como si estuviera sola en el mundo, sin importar lo que pensaran los demás.
Un día ella le preguntó: ¿de haberte imaginado que yo era medio loca, te habrías casado conmigo? Él respondió con un no rotundo, pero con una amplia sonrisa. Entonces ella le dijo: Y si yo me hubiera imaginado que tú eras pobre, ¡ni te miro!, luego ambos se abrazaron muy fuerte.
Otro día sucedió algo muy jocoso: estaban sentados al borde de la cama, cuando ella observó la flacidez de la piel del vientre de él, y surgió la siguiente conversación:
Ella: – ¿Sabías que a los envejecientes, cuando pierden mucho peso, los “pellejos,” se les caen?
El: -No, si se hacen ejercicios duros.
Ella: – Mira cómo tengo la piel luego de haber perdido tantas libras.
Él: -En tu caso, no se te pone la piel dura porque haces ejercicios ligeros, a mí se me va a poner como el roble.
Ella: (En tono burlón, riéndose a carcajadas, y haciendo esfuerzos para que no se le saliera la orina). ¿Entonces vas a levantar pesas?
Fin de la conversación.
Por Epifania de la Cruz (epifaniadelacruz@ gmail.com / www.renacerparatodos.net)