La conmemoración del Día Internacional del Trabajo, cada primero de mayo, en homenaje a los mártires de Chicago, y la lucha reivindicativa del movimiento obrero, paradójicamente, terminó convertido en un culto a la desigualdad, fruto de las tendencias mundiales -La globalización y la economía de mercado- que, durante las últimas décadas, auspiciaron el crecimiento económico de los países, pero, a costa de reducir internamente su fuerza laborar.
Estos fenómenos y sus consecuentes repercusiones, afectaron la distribución de los beneficios atribuidos al crecimiento económico y generaron un problema de desigualdad, cuyo abordaje tuvo que ser consignado en el décimo objetivo de desarrollo sostenible, aprobado por la ONU, tanto a nivel global, como a nivel local, para los países del centro y la periferia mundial.
La época, en la que, el Estado de bienestar de los países democráticos, proveía una mayor redistribución de los recursos económicos y los servicios básicos, fue sustituida por una etapa del desarrollo en donde el ascenso social, de la clase trabajadora o proletariado, está estancado, mientras que la riqueza se concentra, cada vez más, en la clase empresarial o burguesa.
En 1990, el mundo, contempló el desmantelamiento del “telón de acero o cortina de hierro” de la economía planificada, establecida en Europa, tras la segunda Guerra Mundial. Un año antes, la caída del muro de Berlín, dio paso a la reunificación de las dos Alemanias: La Occidental, capitalista e industrial y, la Oriental, menos desarrollada y bajo el paraguas soviético.
Las tareas de unificación fueron colosales, ya que debieron hacer frente a diversas realidades económicas enormemente disímiles. Sin embargo, los ojos del mundo, veían cómo un solo sistema, un solo modelo económico -el capitalismo de mercados abiertos que rechazaba la intervención estatal-, se erigía como la ruta hacia la prosperidad del siglo XXI.
A partir de ese momento, la economía de mercado y los postulados de la revolución neoliberal, se consideraron la receta adecuada, tanto para aumentar el crecimiento productivo de los países industrializados, como para modernizar y transformar a las naciones en vías de desarrollo.
Es ahí, cuando instituciones como el Fondo Monetario Internacional (FMI), y el Banco Mundial (BM), comenzaron a expandir políticas de programas neoliberales para “salvar a los países” de los problemas de la economía, situando al mercado financiero como la institución más importante del mundo.
En efecto, el proceso de globalización, entendido como una mejor integración económica entre los países -mayor apertura al comercio exterior y mayor movilidad del capital financiero-, proporcionó razones esperanzadoras para el desarrollo económico de la periferia mundial, al mostrar que, el modelo capitalista de Occidente, podía replicarse en otras partes del mundo.
Sin embargo, quienes señalan a la globalización, como causa directa del aumento de la desigualdad, suelen recurrir a tres argumentos irrefutables: La deslocalización, la especialización laboral y la revolución tecnológica; estos dos últimos factores, atribuibles solo a los países económicamente más poderosos, ponen como ejemplo clásico al iPhone, que se diseña en la sede de Apple, en Palo Alto (California), pero, se fabrica en China.
En consecuencia, los tratados de libre comercio que redujeron las barreras comerciales, también contribuyeron con aumentar el desempleo en los países de origen y dificultar la libre competencia en los países de destino, por lo que, generaron profundas distorsiones en ambas partes del proceso. Así, la globalización, disminuyó la desigualdad, entre los países, mientras que, aumentó la desigualdad, dentro de los países.
En contraste, la reducción de la desigualdad, enarbolada por el proceso globalizador de apertura comercial, se debe, especialmente, a la convergencia de las economías emergentes con las economías industrializadas, en tanto que, el aumento de la desigualdad, dentro de cada país, se produce por causas que fueron señaladas anteriormente producto de la concentración focalizada de las riquezas.
Este tema, trasciende al debate económico y produce efectos directos sobre la vida de las personas, con implicaciones en su desarrollo, en su ámbito, en su salud y su seguridad, por lo que, el origen de los problemas sociales, está estrechamente relacionado con el aumento de la desigualdad.
Un estudio del Banco Mundial (BM), que cruzaba el índice o coeficiente de Gini, con las tasas de homicidios y robos, en varios países, encontró que la criminalidad y la desigualdad, tienen una correlación positiva, tanto entre países como dentro de cada país, donde existe una causalidad directa entre el aumento de la desigualdad y el aumento de la criminalidad.
Este dato sugiere que el crecimiento económico exhibido por los promotores de la globalización, no se corresponde con un estándar de vida, más alto, para la población que contribuye con su impulso, sino que mantiene una complicidad, entre las multinacionales, las élites económicas de los países y los sectores políticos que favorecen una gestión permisiva y cómplice con esa realidad.
La globalización, suele presentarse como un proceso equitativo que obedece a sus propias características. Pero, en realidad, es un instrumento de explotación socioeconómica que favorece al incremento de la desigualdad, entre ricos y pobres, trabajadores y patronos, cuyos efectos nocivos influyen de manera determinante sobre las diversas actividades de los pueblos.
La desigualdad, incide directamente sobre la gobernanza y actúa como catalizador de los retos más difíciles, a los que hace frente la sociedad. Se trata de un fenómeno, tan planetario como local, tan económico como político y tan normal como urgente que constituye uno de los retos mundiales más importantes.
Durante los últimos años, la desigualdad, fruto de la globalización, ha provocado el declive progresivo del poder adquisitivo de los países, en relación al mercado y sus intereses, que ha conseguido fusionar en muchos aspectos, la política exterior de las multinacionales con la política interna de los gobiernos.
Por tanto, en vez de retirarse a un completo “laissez faire”, el Estado, neoliberal, promueve aquellas actividades que están acordes con las necesidades del mercado, mientras que reprime y penaliza las que lo perjudican.
Las políticas neoliberales, requerían que cada país, limíte su intervención estatal, en los procesos de desarrollo económico -incluida la fuerza laborar- y dejen casi todo el poder de decisión, a las leyes del mercado, por lo que, las multinacionales, aprovecharon para explotar a sus trabajadores.
La economía flexible, asociada a la globalización, se instaló para reemplazar al antiguo capitalismo fordista, basado en una producción centralizada que concentraba muchas funciones en la misma empresa o centro de trabajo. En el fordismo, el gran poder de los sindicatos contrarrestaba la voluntad de las empresas para imponer sus condiciones y se formó un equilibrio frágil, producto del cual, existían los Estados del bienestar.
Todo eso cambió con la inclusión de nuevos mercados y el desarrollo de nuevas tecnologías, en el transporte, con lo que se abrieron las posibilidades para diversificar la producción hacia límites insospechados. Ahora, trabajadores de China, podían fabricar una pieza que luego era ensamblada por otros trabajadores en Vietnam, para que, cargueros turcos, transportasen el producto final, hasta su lugar de consumo en Europa, sin que, por ello, se perdiese eficiencia o productividad.
Este tipo de economía “flexible” se encargó de optimizar cada una de las fases del proceso de producción, de manera que fuesen lo más efectivas y rentables posible, a la vez que atacaba las bases de la organización sindical, que tantos problemas había causado en el período de posguerra.
Esta flexibilidad, suele entenderse en relación con los procesos laborales, los mercados de mano de obra, los productos y hasta las pautas de consumo; también incluye nuevos servicios financieros y niveles de innovación nunca vistos.
Los trabajadores, habían desarrollado un sindicalismo combativo que servía como escudo frente a las exigencias empresariales que pretendían cambiar su modo de vida, y por ello, se convirtieron en uno de los objetivos prioritarios de los grandes empresarios emergentes de la globalización.
A partir de entonces, muchas fábricas se deslocalizaron hacia países laboralmente más flexibles, cuyas regulaciones permitían, horarios y condiciones, mucho más útiles para el nuevo modelo de comercio que comenzó a surgir.
Esta situación trajo muchos perjuicios al trabajador: Por un lado, permitió la adaptación milimétrica de la producción, conforme a las necesidades de la empresa, ya que, una persona, podía contratarse y despedirse, con la misma rapidez y sin costos extras.
Por otro lado, la división de la cadena de producción, entre empresas y países, dificultó la libre asociación de los objetivos comunes, lo cual, eliminó muchos obstáculos para reducir derechos laborales que permitieron obtener mayores ganancias a los empresarios.
Estos fueron solo algunos de los principales efectos devastadores de la globalización, sobre la economía y las relaciones de producción. En consecuencia, tras la reestructuración de cada sector productivo, millones de trabajadores vieron como sus condiciones laborales desaparecieron en nombre de la competitividad. El agujero laboral, dejado luego del surgimiento del fenómeno neoliberal, nunca fue llenado, especialmente, porque surgió una competencia que erosionó los salarios y las condiciones contractuales de las vacantes.
Finalmente, las reformas laborales -o la falta de ellas-, ayudaron también a consolidar un proceso que está orientado a promover la flexibilidad y la competitividad, precarizando el trabajo y atacando las bases de la organización sindical, para frenar cualquier contraataque de la clase obrera.
El derribo de las fronteras comerciales conectó a todos los trabajadores del mundo. Pero, es una conexión controlada por las grandes empresas. De esta manera, han provocado un efecto dominó que expande progresivamente las condiciones de sobreexplotación, desde los países más pobres hacia los más ricos, empeorando la calidad del trabajo mientras aumenta las grandes fortunas del contratante.
La globalización, hace que producir sea más barato, rápido y efectivo, pero no ha mejorado la calidad del trabajo ni tampoco las condiciones del trabajador, sino todo lo contrario. Muchas cosas deben cambiar si aspiramos a que, el Dia Internacional del Trabajo, traiga consigo, progreso económico, bienestar familiar y desarrollo social.
Por Fitzgerald Tejada Martínez