La sociedad se transforma rápidamente sin que sus integrantes se percaten del transcurrir de ese indetenible proceso, que solemos comparar con un desdibujado pretérito de vivencias archivado en la memoria.
Todo lo que somos o lo que hacemos evoluciona impulsado por sus propias leyes o por el resultado de una interminable lucha de ese conjunto de valores autóctonos por sobrevivir ante el embate de otros modelos de comportamientos foráneos, que al final enriquecen o empobrecen el nuestro.
Elites académicas, políticas y económicas colocan grito al cielo al constatar que de la noche a la mañana se ha desatado aquí una especie de cólera o lepra social que infecta el tejido colectivo y envilece a la juventud, especialmente a la asentada al otro lado de la verja de la miseria.
Miles de personas afectadas por ese virus “invadieron” la Zona Colonial donde hubo destrozos, ingesta de alcohol y drogas, procacidades y violación a “las buenas costumbres”, normas de conducta que se escenifican cotidianamente en sus míseros y excluidos entornos.
De nada sirve llevarse las manos sobre la cabeza ante la desagradable sorpresa de contactar que los efectos de epidemia cultural, social, política y economía pudo convulsionar la vecindad del emblemático escenario, como tampoco hacen sentido las hogueras contra presuntos culpables.
Gobierno y clase dominante deberían asumir culpabilidad por tan acelerado proceso de degradación o pérdidas de valores, sobre todo por su acción u omisión en la ejecución de esquemas de marginalidad y exclusión, que fungen todavía como favelas desprovistas de las necesidades esenciales del ser humano.
Si no fuera por el Internet de las personas y de las cosas, las masas poblacionales, hoy afectadas de cólera o lepra social estuvieran enclaustradas en los llamados barrios populares o comunidades rurales, pero hasta esos lugares llegan las redes sociales con todo y su estiércol cultural.
Las expresiones culturales o artísticas que promueven violencia, drogadicción, individualismo, disolución del núcleo familiar, enriquecimiento desmesurado e ilícito, entre otras falencias, provienen de grandes metrópolis, donde influyen en alambrados ghettos poblacionales de migrantes, etnias y de marginados económicos.
Mi generación luchó por defender la cultura popular, las tradiciones de nuestros barrios urbanos y comunidades rurales, y luego por la preservación de la cultura nacional, que ya incluía modos de comportamiento de una naciente burguesía vernácula.
Lo que padecemos hoy es la degradación de la familia, de las tradiciones nacionales, de nuestra música, literatura, historia y nuestra condición de nación moralmente soberana. No culpen a los contagiados de esas epidemias. Todos fallamos.
Por Orión Mejía