No permitiré que vientos del tiempo despojen a mi memoria de dos acontecimientos que han signado mi vida, en los últimos 50 años: el asesinato de cinco jóvenes miembros del club Héctor J. Díaz y la fundación por mí del club Salomé Ureña.
El 9 de octubre de 1971, Rubén Darío Sandoval, Víctor Fernando Checo, Reyes Florentino Santana, Gerardo Bautista Gómez y Radhames Peláez Tejeda, fueron apresados por una patrulla de la Policía al salir del velatorio de uno de sus compañeros fallecido en un accidente de tránsito.
Con edades entre 16 a 21 años fueron asesinados por bestias que arrojaron sus cuerpos en distintos lugares de la ciudad, entre los que figura el estadio La Normal, como para enviar el tétrico mensaje de que proseguirían con su matanza de jóvenes.
Diez meses antes, el 17 de enero de ese año, convoqué a un grupo de jóvenes para fundar un club cultural y deportivo en el barrio Capotillo, donde mi familia había instalado una farmacia, razón por la cual quise replicar la experiencia del club Juan Sánchez Lamouth, que habíamos constituido en mi barrio San Carlos.
Desde 1970, impartía docencia en una improvisada aula en la casa de doña Toñita, que fue también la primera sede del club, cuyo primer presidente fue el profesor José Ramón Frías (Mon), en razón de que yo no había cumplido los 16 años.
Se acostumbraba que los clubes intercambiaban visitas de comisiones de dirigentes, lo que constituía un orgullo para nosotros participar en reuniones de organizaciones clubistas como el Mauricio Báez, Enriquillo, Renacer o el club Héctor J. Díaz.
Esos clubes promovieron la cultura y el deporte en los barrios en un periodo matizado por la represión política que incluía asesinatos y encarcelamientos de jóvenes solo por pertenecer a esas entidades.
Los grupos de poesía coreada, bailes folclóricos, teatro, canto, lectura, ajedrez se multiplicaron por los barrios de la capital y de lo que es hoy Santo Domingo Este, lo que ayudó a la juventud a blindarse contra las drogas y la prostitución.
El asesinato de los muchachos del Héctor J. Díaz fue perpetrado por matones de la Policía, pero hasta el día de hoy se ignora cuál mando policial o militar dio la orden de perpetrar esa orgía de sangre juvenil que conmocionó e indignó a la sociedad.
Recuerdo con espanto y dolor la muerte de esos compañeros clubistas, incluida la de Reyes Florentino Santana, con quien entablé particular amistad y cuyo nombre fue dado a un club formado en la calle 42 del barrio, convertida hoy en antro de drogas.
Quienes participamos en esos aleccionadores años de primera juventud deberíamos reflexionar sobre las causas políticas y sociales que motivaron la desaparición de la mayoría de los clubes culturales, que fueron refugios y escuelas del libre pensar. ¡Loor a los mártires del Héctor J. Díaz!
Por Orión Mejía