Una tarde, mientras me dirigía a un centro de salud donde recibo unas terapias, llamé a un taxista, que en otras ocasiones me ha ofrecido ese servicio; realmente, no reúne las condiciones que entiendo debe tener una persona que se dedica a ese oficio, pero ni modo, tiene una condición que le favorece, y es la puntualidad.
Ese día, no sé si como dicen algunas personas, el diablo estaba suelto, pues cuando lo abordé, el señor estaba conduciendo y viendo en una pequeña pantalla, nada más y nada menos, que la película Sansón.
En la forma más sutil posible, le dije que si él consideraba prudente realizar dos actividades al mismo tiempo. De una forma arrogante, me respondió que eso dependía del nivel de concentración que tuviera la persona.
Traté de mantener la calma, y aún tensa, me mantuve callada, hasta llegar a mi destino.
Cuando llegué, como sabía a qué hora yo salía, me preguntó que si me buscaba de regreso, a lo que le respondí que yo llamaba.
Mientras esperaba a ser atendida, le escribí diciéndole que me sentí muy asustada con su nueva forma de conducir, y de una manera muy cortante, me dijo que no lo volvería a hacer.
Realmente no sabía cómo salir de la situación, y me sentía tan confundida, que hice algo de lo cual me arrepiento: mentir.
Lo llamé y le dije que no me fuera a buscar, pues mi hijo estaba cerca, y me iba a llevar a casa, pero no sabía que el súper conductor me estaba esperando abajo, y vio cuando yo abordé un Apolo Taxi.
Me puso una nota de voz, donde me decía de un modo frío, que me vio, pero que no importa, que si no me sentía segura con él, respetaba mi decisión.
Solo le puse ok, y de lo único que me arrepiento, es de haber faltado a algo que desde niña mi madre me enseñó, a puros “vejigazos,” y es que la verdad es una sola y no se olvida.
Por Epifania de la Cruz (epifaniadelacruz@ gmail.com / www.renacerparatodos.net)