De más de 260 definiciones sobre cultura, me atrae sobremanera la del jurista y filósofo alemán, Samuel Pufendorf, cuyo significado sería: “todas las formas en que los humanos comienzan a superar su barbarismo original y, a través de artificios, se vuelven completamente humanos”.
Se ha dicho que la palabra cultura tiene su origen en el término latino “cultura animi” o cultivo de las almas, usado por Servio Tulio Cicerón en su “Tusculanae Disputationes”, con la cual el filósofo romano promovía la perfección del alma humana.
Carlos Marx postuló que la cultura es un producto de las relaciones de producción, fenómeno vinculado con el modo de producción de una sociedad, que se erige como una de las formas de dominación que impone en el tiempo la prevalencia de las condiciones de desigualdad o sumisión entre las clases.
En el siglo XIII, el término cultura se empleaba para designar una parcela agrícola o ganadera, pero hoy en día, en forma literal, se emplea para adocenar, dominar, subyugar a comunidades o pueblo a través del uso de los instrumentos o medios de comunicación masivas: redes, radio, televisión, prensa, cine, teatro, etcétera.
No es mi intención escribir sobre lo que escrito está, sino llamar la atención sobre el preocupante deterioro en los valores cívicos, culturales, folclóricos, históricos, antropológicos, artísticos, lo que causa una progresiva degradación social a todos los niveles.
Integridad, honor, respeto filial, solidaridad, patriotismo, fervor por la cultura, las artes, el deporte, las tradiciones familiares, barriales o comunitarias, se desvanecen o disipan desplazadas por desmedida ambición, egoísmo, grupismo, egocentrismo, individualismo, traición, deslealtad y otras degradantes formas convivencia.
Desde Cicerón, que la promovió como vía para la perfección del alma, hasta Marx, que la refiere como un medio para la opresión o redención social, la cultura, definida como todo lo que emprende el hombre en su relación con la naturaleza y la colectividad, es el faro que ilumina el camino hacia la civilidad y la convivencia.
Duele decirlo, la juventud dominicana ha sido enjaulada y subyugadas en un gran latrocinio moral y ético que también la conmina a borrar su relación primigenia con la Patria, con la familia y con la comunidad, a tal grado, que en su entorno se promueve droga, sexo, dinero y violencia, con muy poco espacio para el cultivo de la lectura o vinculación con la academia, la ciencia y las artes.
No se trata de invocar la “cultura popular”, como oposición a la “cultura elitista”, asociada a la clase dominante, para imponer injusticia y exclusión; lo que se invoca ahora es el rescate de la juventud sumida en la ignominia de un modo de vida que succiona valores heredados de generaciones en generaciones.
Por Orión Mejía