El término ideología, emerge en el pensamiento francés del siglo XVIII, en la obra titulada: “Mémoire sur la faculté de penser” (Memoria sobre la facultad de pensar), publicada en el año 1796, por el ilustre aristócrata y filósofo, Antoine Destutt de Tracy, quien desarrolló por primera vez este concepto, bajo la hipótesis de que es posible examinar la génesis de las ideas y las leyes que rigen su entendimiento.
Cinco décadas después, Karl Marx, en sus libros: “Crítica a la filosofía del derecho de Hegel” y “La ideología alemana” –textos escritos en su juventud dialéctica hegeliana–, abordaría el tema de la ideología desde su contraposición a la praxis vital, presentándola como un reflejo ilusorio del pensamiento humano y su negación simbólica de la realidad, ligada a su posibilidad de existencia y su condición de desempeño.
Luego, ha mediado del siglo XX, Erik Erikson –destacado por sus contribuciones en psicología del desarrollo psicosocial–, planteó que un sistema ideológico no es más que un cuerpo coherente de imágenes, ideas e ideales compartidos que funciona de manera integradora para suministrar una orientación en cuanto al espacio y tiempo, medios y fines, que legitiman una identidad colectiva.
Un tiempo después, Raymond Williams, perteneciente al prestigioso “Circulo de Birmingham”, presentó tres conceptos, en su obra: “Marxismo y literatura”, respecto a la ideología: el primero, un sistema de creencias características de un grupo o clase en particular; el segundo, un sistema de creencias ilusorias que puede ser contrastado con el conocimiento verdadero o científico; y, el tercero, un proceso general de producción de ideas y significados.
En todo caso y más allá de las diferentes vertientes desde donde fueron abordadas las distintas cuestiones ideológicas, es un hecho probado que quienes se interesaron por este fascinante tema, coincidieron tácitamente en señalar que su principal problema, a la hora de precisar un criterio acabado, radicó en que no se podía formular una definición no apreciativa del término dado que todos estaban afectados ideológicamente.
Sin embargo, a pesar de sus complejidades conceptuales, las ideologías, jugaron un papel determinante en la política global del pasado siglo XX, así como en la construcción del presente siglo XXI, porque sin ellas, sería poco entendible saber hacia dónde se dirigen los bloques de ideas, a la hora de resolver los grandes acertijos de cada época para elaborar un sistema coherente de intervención económica y social, sustentado en un fin político.
A partir de la Segunda Guerra Mundial, hasta finales del siglo XX, las ideologías dominaron el debate geopolítico que ofreció al mundo, la oportunidad de elegir entre dos corrientes filosóficas: la liderada por la izquierda marxista, encarnada en el socialismo de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), y la representada por la democracia capitalista occidental de corte liberal, encabezada por los Estados Unidos de América (EEUU).
Posteriormente, ese esquema bipolar entró en crisis después del desplome económico de la URSS, en la década de los ochenta (1980-1989), que provocó su desmembramiento político frente al aparente triunfo del mundo sin ideologías, caracterizado por EEUU, y su sentido práctico, moderno, científico y tecnológico, sin complicaciones filosóficas que dieron inicio al proceso de la globalización.
Consecuentemente, en el año 1992, el politólogo estadounidense, Francis Fukuyama, publicó un libro exponiendo el triunfo hegemónico de ese mundo «sin fantasmas ideológicos” con un sugerente título: “El fin de la historia y el último hombre”, en donde enunciaba el abandono del esquema ideológico para asumir la praxis del mercado global.
Por su parte, Norberto Bobbio, señaló que estábamos en presencia de una suerte de transversalismo ideológico, puesto que, habiendo llegado a su fin, el socialismo, es decir, la izquierda, preguntándose entonces: ¿Qué razón de ser tenía mantener una derecha?; ¿Cuál es el referente de una posición binaria si falta uno de sus elementos?; ¿Habíamos llegado a la muerte de las ideologías que, unos años antes, había presagiado, Daniel Bell, en su ensayo sobre la crisis del capitalismo?
El emergente fenómeno de la globalización, postguerra fría, dejó tras de sí, un mundo debilitado, sin demasiadas posibilidades económicas, ni políticas, para sostener alguna ideología que pudiera hacer frente al poderoso mercado internacional que se abría paso sin piedad, utilizando su expresión más acabada: el llamado “Soft Law” (Derecho suave), para establecer un conjunto de reglas de contenido económico, técnico y comercial, que dieron paso a los grandes negocios multinacionales.
En esencia, ese «derecho suave» –suave por oposición al derecho emanado de los parlamentos o congresos nacionales–, es uno de los mecanismos característicos de la globalización y el pragmatismo desarraigado que se mueve en los linderos de los deberes, derechos, principios y obligaciones de capa país, es decir, un sistema regulatorio que, sin ser un derecho de orden público, termina por alcanzar una mayor preponderancia que éste.
A propósito del tema, el sociólogo y ensayista, Zygmut Bauman, señaló con gran acierto que, hasta hace medio siglo, las ideologías, por así decirlo, envolvían al Estado, y sus intereses primarios. Sin embargo, el actual mundo «sin ideologías”, envuelve a la ausencia del Estado; por ello, resulta importante revisar si esa falta de ideología que exhibe el pragmatismo regulador del mercado multilateral, sigue teniendo sentido para la actividad política y el manejo del Estado.
La suerte de dar muerte a las ideologías y asumir al pragmatismo como paradigma para impulsar un desarrollo global, tuvo su primer gran revés en el año 2007, a raíz de la crisis financiera que motivó el colapso de la “burbuja inmobiliaria” en EEUU, con repercusiones en todo el planeta, hasta convertirse en una crisis económica sin precedentes que alcanzó su clímax en el año 2011.
Ese suceso que marcó al mundo, generó un sentimiento de indignación en importantes segmentos de la población, afectada por la crisis financiera y la consecuente caída del poder adquisitivo, quienes compartieron un sentimiento común de injusticia, marginación, frustración y engaño, que terminó culpando a la clase política por haber acomodado sus intereses al nuevo sistema, al parecer, distrayéndose de sus responsabilidades para atender a las élites, castas y grupos económicos que controlaban el poder.
Lo más grave aún, es que, la clase política, continúa demostrando estar poco dispuesta o quizás poco preparada para razonar sobre su cada vez mayor desprestigio social, a causa de los factores que inciden en su degradación ideológica, producto de los constantes desaciertos de un ejercicio desenfrenado que se deriva de un sistema pragmático corrupto, mediante el cual, las prácticas indecorosas son válidas para el establishment, siempre y cuando, mantengan su propósito de instrumentar cánones que rinden culto a sus propios intereses.
Esa falta de empirismo político o la poco agraciada “realpolitik” que justifica una inexistencia ideológica en la práctica política, al considerar que esta falta de valores es positiva porque se entiende que el posicionamiento político con anclaje en la historia de las ideas es algo anacrónico, convendría entonces recordar que cuando un político deja sus principios éticos, morales e ideológicos, para dedicar su esfuerzo al servilismo, no tendrá otro camino por recorrer más que su propia e inexorable extinción vergonzosa de la historia.
En cambio, cuando una acción política se ejerce con apego a los fundamentos que dieron origen a las diferentes formas ideológicas –buenas o malas, correctas o incorrectas–, se crea una atmosfera de ideas que dan un sentido lógico a la realidad, es decir, surgen razonamientos del pensamiento humano que permiten proyectar el futuro más allá del presente para resolver las grandes interrogantes que conducen a un mundo de “utopías” –término acuñado por el célebre pensador y humanista, Tomás Moro, para describir una sociedad ideal.
Por Fitzgerald Tejada Martínez