En las últimas décadas, el mundo ha experimentado transformaciones profundas que están redefiniendo el equilibrio de poder global. La caída de la Unión Soviética en 1991 consolidó, por un tiempo, un orden unipolar liderado por Estados Unidos.
Sin embargo, hoy asistimos a un escenario radicalmente distinto: el ascenso de China, el resurgimiento de Rusia, la consolidación de bloques regionales y el declive relativo de Occidente plantean un nuevo orden mundial más fragmentado y competitivo.
El dominio económico, militar y cultural de Estados Unidos y Europa ya no es incuestionable. China se ha erigido como la segunda economía mundial y avanza en tecnología como en inteligencia artificial y 5G, mientras Rusia desafía el orden liberal mediante su influencia en Eurasia y su resistencia en conflictos como Ucrania.
Las potencias emergentes, como China, India, Brasil, Rusia y Sudáfrica miembros del bloque BRICS, están desempeñando un papel cada vez más importante en la configuración del nuevo orden mundial. Estos países han experimentado un crecimiento económico significativo y están buscando influir en la política global, la economía internacional y la seguridad global.
Estas naciones en ascenso están utilizando diversas tácticas para impactar en el nuevo orden global, desde la expansión económica hasta la colaboración política y militar. Su habilidad para balancear los intereses de la nación con la exigencia de colaboración internacional será esencial para establecer su triunfo en este intento.
La formación de entidades alternativas como el nuevo Banco de Desarrollo (BND) del BRICS y el Banco Asiático de Inversión de Infraestructura (BAII) y el fomento de divisas locales son solo algunas muestras de cómo están transforman el escenario mundial.
Uno de los factores determinantes en este nuevo orden es la competencia por los recursos estratégicos y el dominio tecnológico. La transición energética, impulsada por la necesidad de abandonar los combustibles fósiles, ha colocado a países con reservas de minerales clave como el litio y el cobalto en una posición privilegiada. A la par, la inteligencia artificial, la computación cuántica y la biotecnología son los nuevos campos de batalla de la supremacía global.
Además, potencias medianas como India, Turquía e Irán buscan un rol más protagónico, aprovechando las grietas en el sistema internacional.
Algunos analistas celebran la emergencia de un mundo multipolar, donde ningún país impone su voluntad y las decisiones se toman en un equilibrio de fuerzas. Sin embargo, existe el riesgo de que esta transición derive en fragmentación geopolítica: guerras comerciales, conflictos regionales (como en Taiwán o Medio Oriente) y una lucha por los recursos críticos tierras raras, energía, agua.
Organizaciones como la ONU, el FMI o la OMC enfrentan una crisis de legitimidad. Mientras Occidente insiste en un orden basado en reglas, potencias emergentes las acusan de servir intereses históricos de dominación. La expansión de alianzas alternativas (como los BRICS o la Organización de Cooperación de Shanghái) refleja este descontento.
El nuevo orden no se definirá solo en campos de batalla tradicionales, sino en la guerra tecnológica y desinformativa. China y EE.UU. compiten por la supremacía en chips, ciberespacio y armas hipersónicas, mientras las redes sociales son campos de batalla para influir en la opinión pública global.
El futuro dependerá de si las potencias logran establecer mecanismos de cooperación ante desafíos como el cambio climático o las pandemias, o si, por el contrario, priman los intereses nacionales exacerbados. Una «Guerra Fría 2.0» entre EE.UU. y China parece probable, pero el escenario más peligroso sería un mundo sin reglas claras, donde la fuerza prevalezca sobre el diálogo.
El nuevo orden mundial no será diseñado en una mesa de negociación, sino en la tensión entre viejas y nuevas potencias. La pregunta es si aprenderemos de los errores del siglo XX o repetiremos sus tragedias.
Por Luis Ramón López