Fueron tres debates en el tribunal de Proconsumidor antes de anunciar la sentencia. La ansiedad se apoderó de abogados, clientes, jurados y testigos.
Todos de pie con golpe de mallete y una voz que dictó: «30 años de prisión, en la sala 5c edificio 65-a en la avenida Constitución”.
Se oyeron los gritos:
¡Un veredicto injusto!
Así comenzó el debate que reunió a cientos de personas.
¿La ley se aplica en igual medida a todos?
Alguien preguntó.
¡Él lo mató! Vociferó uno.
¡Eso fue un accidente! Justificó el anciano.
Son preguntas y aclaraciones que se repiten.
La sentencia evidencia fallos en el sistema. Y Legisladores así como jurisconsultos plantean la discusión urgente de reformar los artículos: 387, 388 y 389 y, también los articulados del 423 al 446 del código procesal penal y del código criminal.
Al tribunal llegaron ese día los canales de televisión, la prensa escrita. Y varios dirigentes comunitarios.
El juez es conocido por ser riguroso. No tiene amigos políticos ni empresarios, solo toga y birrete les acompañan.
Rolando Garcia, padre de 6 hijos, ha sido condenado a 30 años. Fue tornero hasta que llegó el día en que se agudizó la crisis y perdió el empleo que por más de 10 años le permitió alimentar a su familia.
La quiebra arrasó industrias, producción agropecuaria y comercios. Ahora son miles los trabajadores desahuciados con el eufemismo de “desvinculados”. Los expertos en economía por todas partes hablan de estanflación; tecnicismo en esa ciencia que los dueños de ollas y calderos vacíos no entienden.
Francisca, es madre de dos hembras y cuatro varoncitos. Ella, estando enferma, se alimenta con agua de azúcar y pan duro bajo la mirada impotente de Rolando.
El comedor público no resiste la demanda de un ejército de indigentes que han subido a la superficie después de vivir por años en el submundo del olvido.
Hay pleitos y caos. La policía ordena reprimir y mantener el orden.
El tumulto rompió el cerco y penetraron al lugar más de 1.000 hombres tomando 259 sacos de arroz, 85 de trigo, 60 de harina, 100 galones de aceite y varios trozos de queso, cartones de huevos, carne de cerdo y dos sacos de batata.
Perpetrado el saqueo, los grupos se pelean por la mayor porción. Rolando, es uno de ellos, había salido a las calles para unirse a la multitud que reclamaron al gobierno comida y que con lágrimas en sus ojos decía: «no dejaré que esta noche se acuesten sin llevarse un pedazo, aunque sea de piedra al estómago». Y cómo tal centella tomó un saco de arroz, un envase de aceite y huyó.
Rolando, satisfecho con la hazaña, corría sin saber que tres hombres lo esperaban. Instintivamente con la pericia de adivino nota la malicia, en minutos, actuando como si estuviera ejerciendo su oficio de hacer piezas de motor, las cuáles no podían tener fallas, aprieta lo “robado” era tan diligente que nunca tuvo problemas con clientes algunos.
Quedar mal o fallar no era parte de él.
Mostró ser un hombre cauto y prudente en su trabajo, pero ahora, el hambre y la sombra de la miseria lo iba a convertir en un delincuente y criminal.
En su situación de apuro llamó al santo negro San Agustín, que conforme al pateon y el rosario de los difuntos, nunca está ocupado. Dicen que ningún necesitado le reza y por tal razón nadie le prende velas.
Parecería que su oficio es ser vago, pero para desgracia del desesperado hombre no respondió.
Sin ninguna otra ayuda que no fuera él.
A Rolando, (nadie lo iba a socorrer), apretó bien en su mano el aceite y preparándose para golpear a uno de ellos, le dio un golpe certero y éste cayó al suelo.
Al instante la sangre corrió mezclada con tierra. Y una voz se oyó con el grito: lo mató
Fue el día en que el hambre convirtió un hombre honesto en asesino.
Con especial interés a Pro-Consumidor.
Por Javier fuentes
*El autor es licenciado en Teología y politólogo. Reside en el Bronx Nueva York