Cuando la mayor parte de la población de un país se encuentra alejada del ideal de sus mejores hijos, las posibilidades de alcanzar el bienestar, para esas mayorías, son escasas. Los pueblos nunca deben olvidar que la sangre, el sudor y las lágrimas que se derramaron para fundir sus cimientos, fueron por igual obra del campesino, así como del hombre culto y el soldado. En tan cruciales momentos, esas vidas tienen el mismo valor y una vida no tiene precio.
Construir una sociedad, una nación, como fue el sueño de nuestros forjadores, requiere desterrar del seno de la misma la desigualdad, la impunidad, la corrupción, el clientelismo y el tráfico de influencias. Somos un “modelo democrático” en donde se repiten los mismos delitos de impunidad, corrupción, atropello a los derechos humanos, políticos y sociales, como en un círculo vicioso.
Los dominicanos somos herederos de un espíritu indómito, capaces de hazañas únicas, desde los primeros días de nuestra independencia, pasando por el Grito de Capotillo y la Restauración.
Nos deshicimos de tres dictadores en menos de un siglo, Ramón (Món) Cáceres, Ulises Heureaux y Trujillo, peleamos en el 65 para defender la patria y nos tiramos a las calles en el 84 ante la indolencia de un gobierno. Que nadie lo olvide ni se llame a engaño con este “pueblo”.
De tal manera que, resulta, casi imposible visualizar en lo adelante, soluciones a las confrontaciones sociales que se están produciendo en la actualidad y de otras situaciones que se ven venir, en el mediano plazo.
Nuestro Código Penal, las leyes y la administración de justicia en sentido general, deben defender y representar los mejores valores y principios, con ética, con transparencia y equidad. Ese es el mensaje que necesita, en estos momentos, una sociedad en transición como la nuestra. De lo contrario, se estaría enviando una muy mala señal al resto de la sociedad, especialmente a la juventud de este país.
La tolerancia a la complicidad, a la mentira, constituye el error en el que vivimos hoy. Los que así mienten, son enemigos de sí mismos y de la patria, deshonrando en ella a sus padres y a sus hijos, socavando la dignidad común.
Quienes permitan que la inmoralidad, revestida de legalidad, tenga justificación, estarán traicionando a todos los hombres y mujeres de este país, que dejaron de pensar en sí y sacrificaron sus goces materiales y sus vidas en pos de darnos una patria.
Hay que reconocer que, para avanzar como sociedad, necesitamos enfrentar el peor de nuestros males que es la corrupción. El camino más digno es volver la mirada a las razones que nos dieron origen como nación, retomar esos valores por los cuales tantos entregaron sus vidas, para hacer posible en nuestro país los niveles de libertad y derechos que hemos alcanzados.
Esos heroes sin nombres, que cayeron con el machete o el fusil en las manos junto con Duarte, Luperón y en el puente con Domínguez y Caamaño, que no tuvieron una tumba donde descansar, no merecen la impunidad y corrupción de hoy.
Por Ebert Gómez Guillermo