Mientras compartía con gente joven, como a mí me encanta, una persona amiga, habló refiriéndose a las penas de amor; llegando a la conclusión de que, quien no ha sufrido por alguien, no ha vivido… Mantuve el silencio, debido a que, de ser cierta esa afirmación, yo siempre he estado muerta.
El más joven del grupo apoyó esta afirmación y, aprovechando la oportunidad, narró una decepción amorosa que tuvo en su adolescencia.
Sucedió un día de San Valentín, él estaba enamorado como un loco de una “gringa”, como no tenía nada que regalarle, procedió a vender un Play Station que él tenía, para comprarle un peluche gigantesco, llevarla a pasear, y guardar unos pesitos para el pago de taxis.
La primera en darle la bienvenida, muy eufórica, fue la madre de la chica, apareciendo, de manera inmediata, la hija, quien sumamente agradecida, y agarrando su regalo, le dio las gracias, pero le expresó que ella tenía que salir.
Descorazonado, abordó un taxi, mientras dos gruesas lágrimas, salidas desde lo más profundo de su corazón, rodaban por sus mejillas, mientras en la radio sonaba una canción muy famosa que dice ♪please don´t go♪.
Si hacemos un análisis de lo acontecido al joven de esta historia, podemos afirmar, acorde con estos tiempos, que la “gringa” lo “chapeó”, con premeditación y alevosía.
Primero, le aceptó el gran peluche y luego, lo dejó plantado, a pesar de que más adelante, tuvieron una relación, pero…
La historia empezó muy bonita, aunque a él le llamaba la atención el estado de euforia en que ella siempre se encontraba, algo que en muchas ocasiones llegó a preocuparle.
Finalmente, la fiesta acabó como la de los monos. El desenlace fue rotundo, el amor se fue al diablo cuando ella le confesó que usaba marihuana. El, ni corto ni perezoso, “huyó por la derecha”, como hacía el Lagarto Juancho.
Hoy, ya adulto, le sucedió algo a la inversa con una persona que lo supervisaba.
Luego de que todo andaba de “chupe usted y déjeme el cabo”, un buen día, su supervisora amaneció con los cables cruzados. Le obsequió algo de comer, y mientras nuestro incauto joven degustaba con fruición el manjar obsequiado, este ser sin alma, que hasta ese momento era su jefa inmediata, le comunica, con un dejo de frialdad, que a partir de ese día no lo quería en su área de trabajo, que buscara para donde irse ipso facto.
Él contó, que casi se atragantó con lo que comía, pero gracias a Dios no hubo necesidad de llamar al 911, y la vida lo premió yendo a trabajar donde otra jefa, con la cual se sentía como en la gloria. Todo obra para bien.
Por Epifania de la Cruz (epifaniadelacruz@ gmail.com / www.renacerparatodos.net)
*La autora es psicóloga clínica