Generalmente a nosotros, los que nos consideramos normales, nos resulta muy difícil manejarnos con personas que tienen alguna discapacidad mental. Casi siempre, cuando cometen algún error, lo juzgamos como si tuvieran pleno dominio de sus facultades.
Conozco a alguien en estas condiciones. Es exageradamente trabajador, se gana el pan de cada día con mayor esfuerzo que cualquiera de esas personas que entienden tener su “juicio sano”.
Dentro de sus múltiples actividades están: lavar carros, suplir botellones de agua a quienes se los requieren, es encargado de abrir la puerta principal de dos establecimientos, en fin realiza cualquier labor que signifique ingreso monetario.
Una noche, ya un poco tarde, alguien solicitó un pedido en la farmacia cuya puerta él es encargado de abrir; le dijeron el nombre de a quién debía entregarlo, y estando acostumbrado a realizar ese servicio, se le ocurrió la genial idea de llevarlo a mi casa, tocar el portón como si se estuviera acabando el mundo, y encima de todo esto, argumentar desenfrenadamente que los medicamentos eran míos.
Me lancé de la cama al borde de un ataque de nervios, tenía el pulso sumamente acelerado, la visión empañada, y casi incapaz de sujetar el teléfono para llamar a la farmacia para confirmar.
Mi rabia no tenía límites, por mi mente cruzaron pensamientos asesinos, mientras él repetía una y otra vez lo mismo.
Cuando todo se aclaró, luego de beber agua de azúcar con sal, hacer ejercicios de respiración, tomar agua, pronunciar algunas palabras impublicables, estar al borde de enviudar, debido a que el susto fue en pareja… Volví a la cama ya calmada y me dije a mi misma: Epifania, por favor, estás actuando como que todo esto lo hizo una persona normal; por favor recuerda que hay un divorcio entre su edad cronólogica y su edad mental… Entonces me dormí.
Por Epifania de la Cruz (epifaniadelacruz@ gmail.com / www.renacerparatodos.net)
*La autora es psicóloga clínica