Extraña mezcla de sentimientos revolotean en el área de mi anatomía donde dicen se guarece el alma, amasijo de emociones en el que afloran turbaciones como indignación, tristeza, conmiseración y orgullo patrio.
Este oleaje sensitivo tiene su origen en mi niñez y adolescencia, aunque con el paso de los años las marejadas juveniles se vuelven agua mansa por donde navega una vida otoñal en barcaza repleta de reflexiones que obran como telescopio para contemplar el horizonte.
En mi viejo barrio San Carlos, los anuncios de tormentas o ciclones agobiaban a los mayores, temerosos de que los vientos desgarraran techos de zinc de sus endebles casas de madera, pero los niños disfrutábamos las lluvias y las calles anegadas, sin entender ni poner atención al peligro de esas riadas.
La tormenta Franklin no recreó en mi aquellos días cuando nos deslizábamos desnudos por las cunetas en la pendiente de la calles Damián del Castillo, sino muchos años después, en mi rol de brigadista que participaba en labores de rescate de familias damnificadas en el barrio La Zurza, colindante con el río Isabela.
Medio siglo después ahí está la misma comunidad plagada de miseria, aunque muchas casuchas se transformaron en casas construidas de blocks, que igual que antes, albergan familias signadas por la pobreza extrema, olvidadas por gobiernos y municipios, como si sobre ellos pesara alguna maldición divina.
Ese cuadro desolador fue el que la televisión exhibió por todas partes, porque la tormenta Franklin solo tuvo ojo para maltratar a barrios y comunidades virtualmente excluidos de la civilización, aunque, como siempre, las autoridades prometen llevar algo de aliento a esa gente, para luego “si te he visto no me acuerdo”.
A eso atribuyo la mezcla de indignación, tristeza y desaliento que revolotea mi alma al saber que 50 años después, la marginalidad y la exclusión social se acentúa, pese a que la economía ha crecido durante esas décadas a más de un 5% en promedio.
República Dominicana es como una gran empresa, cuyas utilidades netas van a parar a bolsillos de unos pocos accionistas, como lo demuestra el paso de la tormenta que, aunque no ocasionó daños materiales catastróficos, desnudó un cruento y extendido escenario de pobreza y marginalidad.
El orgullo patrio se abre paso en medio de la indignación que provoca tanta injusticia e inequidad para participar del regocijo nacional por el oro logrado por nuestra compatriota Marileydy Paulino en el Mundial de Atletismo y el triunfo sobre Filipinas de la selección nacional de baloncesto. ¡Viva la patria!
Por Orión Mejía